Discurso de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata y presidente de la Comisión Episcopal de Educación Católica,
en el acto inaugural de las 20as.Jornadas de Formación Docente (Santa Fe, 13 de octubre de 2011)
Este encuentro me ofrece la oportunidad de esbozar una breve reflexión sobre la importancia de los institutos de formación docente para el subsistema educativo eclesial. A ellos les cabe la difícil y a la vez decisiva misión de preparar a los agentes principales de la tarea que se verifica en nuestros colegios. Quiero decirlo con claridad desde el comienzo: la identidad de la escuela católica se sostiene, se afianza y perfecciona mediante la participación de todos los miembros de la comunidad educativa, que diversamente según su competencia y responsabilidad llevan adelante una obra que ha de distinguirse siempre por una irrenunciable intencionalidad pastoral. Ahora bien, el papel principal corresponde, tanto en el nivel inicial cuanto en la educación primaria y secundaria, a quienes egresan con el título de profesor de los institutos de formación docente, a los que llamaré maestros. ¿Con qué finalidad se ha incluido este nivel superior en la red educativa de la Iglesia? Respondo: con la esperanza de contar con maestros católicos.
Un destacado filósofo del ottocento italiano, el beato Antonio Rosmini –al que se deben aportes originales a la psicología y a la pedagogía– describía la obra educativa, su comienzo, su progreso y su consumación, marcando cuatro objetivos: acercar el espíritu del joven al conocimiento de la verdad; hacerle contemplar la belleza de esa verdad que conoce; procurar que se enamore de la belleza de la verdad que contempla; lograr que obre en conformidad con la belleza de esa verdad de la cual se ha enamorado. No olvidaba Rosmini la importancia de la gracia de Cristo, que actúa ocultamente y de la cual viene la salvación, la virtud completa y la felicidad del hombre. ¿Puede un esquema semejante dar razón de las necesidades educativas educativas de hoy? Estimo que sí, porque se refiere a la persona del alumno, a sus capacidades naturales y a sus aspiraciones más hondas que es preciso suscitar y promover, de modo que tome conciencia de los grandes bienes humanos y los abrace como propios; esta finalidad eminentemente positiva define la esencia misma de la educación. Observemos, en contraste, que la legislación argentina vigente se muestra defectuosa en una cuestión tan fundamental; al nuevo nivel secundario se le fijan tres fines: formar para la ciudadanía, para el trabajo, y para seguir estudiando. Debería apuntar más bien a la formación de la persona, a que cada joven pueda desarrollar plenamente su propia personalidad, a la adquisición de hábitos rigurosos de pensamiento, de valores personales y virtudes sociales que le permitan afrontar la vida con sentido e integrarse recta y participativamente en la comunidad a la que pertenece.
La finalidad de la educación determina el perfil necesario del maestro. Cito al respecto un bello párrafo de José Manuel Estrada. Pertenece a la Memoria sobre la educación común en la provincia de Buenos Aires, una obra que compuso al concluir su breve gestión como Jefe del Departamento General de Escuelas y Presidente del Consejo de Instrucción Pública. Estrada escribía en 1870; el estilo es el propio de la época y el texto se refiere a la educación primaria, pero enfoca cabalmente el ideal educativo: hay en el magisterio algo del sacerdocio y de la paternidad, fundidos con un elemento peculiar, la vocación hacia una labor que abarca en cierta manera aquellas dos por la consagración que exige a la verdad y al amor. El magisterio es una de las más sublimes formas de la caridad. El maestro transmite ideas, el maestro prodiga cariños, fecundiza la mente, modera las pasiones, desenvuelve la facultad de sentir en toda la espléndida esfera de sus determinaciones; educa, es decir, equilibra, armoniza, es el ministro de lo bello en su acción fertilizadora sobre el alma de los niños, sobre la sacra inocencia de la primera edad.
A la luz de estos principios podemos depositar una atención privilegiada en algunos aspectos particulares de la formación docente. La especialización en una determinada disciplina requiere una preparación seria en lo científico y en lo metodológico, pero que se inscriba en el universo englobante de la visión cristiana del mundo. No basta añadir horas curriculares de filosofía y teología. Estas dimensiones formativas –también estudiadas con el rigor correspondiente y no como un añadido apenas tolerado– deben cultivarse dialógicamente en relación con las letras, las ciencias y las artes para descubrir e indagar el fundamento último del saber humano. Han de ser el camino hacia la comprensión de la verdad natural y sobrenatural y pueden brindar el instrumento necesario para una crítica del relativismo imperante en amplios sectores culturales y del constructivismo impuesto por la ideología oficial en los contenidos curriculares. La formación pedagógica, superando las modas que muchas veces son asumidas acríticamente, debe referirse, como a la fuente de inspiración, a la fecunda tradición de la pedagogía cristiana, siempre actualizada por la imprescindible aplicación a nuevos problemas. Nuestros institutos de formación docente deben fortalecer ante todo su identidad en el cultivo y la transmisión de un pensamiento cristiano y de una manera específicamente cristiana de ejercer el magisterio.
Este propósito encuentra una dificultad de verificación, análoga a la que se halla en los otros niveles del sistema educativo. Muchas familias envían a sus hijos a escuelas de la Iglesia sin una intención explícita de que sean formados como personas cristianas. Les mueven, por lo general, otras razones, en sí mismas válidas y nobles: consideran que encontrarán allí un mejor nivel académico, un ambiente más protegido, menos conflictos y un mayor cumplimiento de las metas educativas. Análogamente, muchos inscriptos en nuestros institutos superiores no acuden a ellos con el deliberado propósito de llegar a ser maestros cristianos; también en este caso persiguen fines inmediatos de razonable conveniencia, pero me atrevo a decir que en su mayoría no llevan la intención explícita de asumir la profesión elegida como una vocación, como una realización particular de la vocación cristiana. Nuestros institutos pueden, por cierto, estar abiertos a todos; pero esta actitud no los exime de procurar, como un objetivo primordial, que los alumnos tengan la oportunidad, mediante los recursos pastorales adecuados, de descubrir y abrazar la vocación en el encuentro personal con el Maestro, con el único que puede llamarse así con absoluta propiedad que tiene de sí mismo la sabiduría.
La sociedad actual plantea a la escuela nuevas exigencias; el educador debe hacerse cargo de ellas, incluso de algunas que parecen desmedidas. La idoneidad del maestro no se reduce a su aptitud docente, a su competencia profesional en la rama del saber que cultiva. Sin duda, esta dimensión es capital y en ese campo la formación básica debe proporcionar sólidos cimientos para que pueda ser perfeccionada y actualizada en una formación permanente, implica que es una responsabilidad personal. Pero será su calidad humana, su perspicacia, su paciencia, su amor, lo que le permita cumplir la tarea cotidiana como una misión. De una impostación espiritual de la tarea, de la aspiración a una creciente madurez, depende la autoridad educativo hoy día tan frecuentemente desconocida, desplazada por fuertes factores de deseducación y cuestionada por los padres de los alumnos. Si el docente quiere ser un auténtico educador comprenderá que no puede hacerlo todo; debe prepararse para un trabajo en equipo con otros agentes educativos en la comunidad que es la escuela católica: tutores, gabinete psicopedagógico, catequistas, capellanes. Si la escuela ha de ser una comunidad educativa, con mayor razón será éste el ideal de un instituto de formación docente.
Deseo referirme ahora a la situación que viven los institutos católicos de formación docente en el contexto de la política educativa nacional.
La Ley de Educación Nacional dispuso en su artículo 76 la creación del Instituto Nacional de Formación Docente (INFOD) que comenzó a funcionar en abril de 2007. A este organismo le corresponde planificar, desarrollar y controlar las políticas educativas para la formación docente en todo el ámbito de la Nación. Sus facultades son amplísimas: organización del sistema nacional de formación docente: definición de su estructura, revisión y adecuación de las normas jurídicas; planificación de acuerdo a las necesidades del sistema educativo y a las condiciones y posibilidades de las diversas instituciones; establecer los lineamientos para los diseños curriculares; registro federal de carreras y títulos y otorgamiento de la validez nacional; lineamientos para la formación docente continua y el desarrollo profesional. Tiene asimismo competencia respecto de la organización y el fortalecimiento institucional, los reglamentos orgánicos, las políticas estudiantiles, etc. Para el ejercicio de estas funciones despliega numerosos planes y programas para los que cuenta con importantes recursos.
En general, en todas las jurisdicciones se observan graves diferencias entre los institutos de formación docente de gestión estatal y los de gestión privada (entre ellos los nuestros), en lo que hace al acceso a los programas nacionales del INFOD. Los institutos de gestión privada son excluidos de la mayoría de los programas nacionales, especialmente de los destinados a la investigación educativa, becas para capacitación docente, mejora institucional y becas estudiantiles. Este hecho pone de manifiesto que la existencia de un único sistema de educación pública conformado por dos modalidades de gestión –tal como lo establece la Ley de Educación Nacional– es una mera enunciación teórica que no encuentra correlato en la realidad. A veces se invoca la unidad del sistema educativo –por ejemplo, para postular la unificación de las inspecciones– pero se la olvida cuando se excluye al sector privado de los programas y aportes del INFOD.
Se pueden observar también que en casi todas las jurisdicciones las universidades privadas no han sido incluidas en los programas de articulación con los institutos de formación docente jurisdiccionales. Esta exclusión obliga a los institutos católicos a articular con universidades estatales con las que no pueden compartir los fundamentos educativos que sostienen.
Esta modalidad en la conducción de los procesos de cambio en el campo de la formación docente y en la consiguiente administración de los apoyos financieros, pone en evidencia una injustificable situación de discriminación en la distribución del presupuesto educativo. De allí se siguen condiciones fuertemente desiguales para alcanzar los requisitos que serán tenidos en cuenta en el momento de la evaluación de los institutos formadores. Recientemente el Consejo Federal de Educación aprobó los “Lineamientos Federales para el planeamiento y organización institucional del sistema formador”, que insta a las jurisdicciones a realizar durante el año próximo, a través de las respectivas direcciones de nivel superior el examen y la planificación de las ofertas de formación docente a fin de evitar superposiciones y vacancias. Para llevar acabo la reorganización de la oferta educativa del nivel se tendrá en cuenta la localización de las instituciones y las funciones que les fueran asignadas. En los fundamentos expresados en la introducción del documento se menciona que en los cuatro años de gestión del INFOD se desarrollaron planes y programas destinados a generar en las instituciones condiciones de equidad y mejoramiento de la calidad que permiten ahora iniciar el proceso de evaluación y planificación del sistema. Ahora bien, los institutos de gestión eclesial han sido discriminados y no tuvieron acceso a ninguno de los planes y programas mencionados, pero ahora serán incluidos en la planificación de la oferta como si se hallaran en igualdad de condiciones con los de gestión estatal. Semejante planificación del sistema atenta contra el derecho constitucional de enseñar y aprender y se impondrá a las instituciones el dictado de determinada oferta educativa o función a desempeñar, desconociendo su identidad y su trayectoria.
En cuanto a la definición de los lineamientos para la elaboración de los diseños curriculares no existen canales formalmente abiertos de consulta y participación con el sector privado. En los procesos de consulta las instituciones de la Iglesia no fueron convocadas para aportar especialistas a los equipos de trabajo conformados. La ausencia de nuestros institutos representa una fractura en el sistema formador al que se pretende dar unidad. Por otra parte, se ve vulnerado el respeto a la pluralidad de la que se hace mención en diversos documentos y se prescinde de los enriquecedores aportes que podrían brindar personas e instituciones con amplias trayectorias e indiscutible reconocimiento. Es esta una muestra más de la inclinación monopólica que caracteriza a la ideología dominante en la política educativa nacional. ¿Acaso existe también un prejuicio expresamente anticatólico? El dominio ideológico de la educación por parte del Estado es un instrumento poderosísimo para imponer un pensamiento único al cuerpo de la sociedad argentina.
El otro brazo de la tenaza –que se complementa con el ideológico– es la asfixia económica. En la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, se verifica una grave injusticia en la asignación de aportes a los institutos superiores de formación docente que se encuentran implementando las carreras que han sufrido modificación de sus diseños curriculares y el consecuente incremento de cargas horarias. Esta situación afecta a los profesorados de nivel inicial, primaria, especial en sus cuatro orientaciones y educación física, encuadrados en la Ley de Educación Provincial. Cuando comenzaron a implementarse estas carreras en el año 2008, los aportes se hicieron efectivos automáticamente al inicio del ciclo lectivo y en el año 2009 se percibieron a partir del mes de agosto, con la correspondiente retroactividad. Al día de hoy ningún instituto ha recibido el aporte correspondiente al ciclo 2010, como así tampoco a 2011 en que se implementa el cuarto año en los profesorados de inicial y primaria. Este cuarto año es de crecimiento puro, ya que anteriormente estas dos carreras eran de tres años.
Ante los reclamos del Consejo de Educación Católica las autoridades educativas sostienen que la asignación de los aportes debe realizarse estableciendo un orden de prioridades encabezado por los niveles educativos obligatorios. Esta respuesta es muy grave, porque si se excluye de las prioridades del aporte estatal la formación docente en nuestros institutos, con el argumento de que no es un nivel obligatorio del sistema, se está impugnando la posibilidad concreta de formar docentes cristianos y de asegurar, por consiguiente, la transmisión en nuestros colegios de la cosmovisión cristiana. Se atenta así, directamente, contra la libertad de enseñar y aprender. Además, con esa sustracción del necesario aporte estatal, se pone en peligro la subsistencia de muchas de las instituciones eclesiales de formación docente, que en esas condiciones de inferioridad no podrán sostener la continuidad de la oferta. Si en el futuro próximo se modifican todos los diseños curriculares del resto de las carreras y la política educativa provincial continúa sosteniendo esa línea, se agravará aún más la situación de los institutos superiores. Queda siempre la duda de si se tratará meramente de una insuficiencia del presupuesto destinado a educación –y la restricción se aplica discriminadamente a la gestión eclesial– o si existe la intención deliberada de limitar la plena independencia y de vulnerar la identidad de la educación católica.
Las Vigésimas Jornadas de Formación Docente enfocarán la identidad y misión de nuestros institutos desde una pedagogía centrada en la persona. Es éste un aporte original que la educación católica puede ofrecer a la sociedad argentina y al sistema educativo en su configuración actual. El problema principal de las ciencias sociales, y también de la pedagogía, es asumir como fundamento una recta concepción de la persona humana; para decirlo con una feliz expresión del Concilio Vaticano II, de la naturaleza de la persona y de sus actos (Gaudium et spes, 51). La tradición cristiana la ha expresado sobre la base de una filosofía abierta a la trascendencia y con la luz decisiva de la revelación divina. Clemente de Alejandría, un autor del siglo II, atribuyó a Jesús el título de pedagogo; es, en efecto, el maestro y redentor de la humanidad. Según Clemente, la Iglesia es la escuela donde Jesús enseña, y por lo tanto deja a los cristianos de todas las épocas una fervorosa exhortación: ¡Oh, alumnos de la pedagogía divina! Vamos, contemplemos la belleza del rostro de la Iglesia y corramos, nosotros pequeños, hacia la buena Madre; hagámonos oyentes del Logos, glorifiquemos el plan de la Providencia gracias al cual el hombre es educado por la pedagogía divina y santificado en cuanto hijo de Dios: es ciudadano de los cielos mientras es educado en la tierra; recibe allá por Padre a aquel que en la tierra aprende a conocer.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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