Autor: P. Umberto Marsich.
Hoy, exceptuando casos de jacobinismos enfermizos, tristemente presentes en nuestro país, no se pone ya en duda el deber y el derecho de la Iglesia a tener su doctrina social, en armonía con la Revelación, y a actuar socialmente.
Es, pues, su función propia y parte de su misión evangelizadora:
“La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre”.
En otras palabras: no se puede negar a la Iglesia, en razón de su misión, el derecho y el deber de juzgar la conformidad de una opción económica, jurídica o política, con la ley moral, con la razón humana y con la verdad revelada.
Afirmamos la competencia de la Iglesia para enunciar los principios morales que pueden orientar hacia la realización de una sociedad más humana e inspirada en la dignidad de la persona. Si tal competencia eclesial se ve limitada a la doctrina, les corresponderá a los laicos, entonces, el arduo deber de aplicarla, con fidelidad y coherencia, y de hacerla vida. La realización del Reino de Dios, interpretado como construcción de una realidad social que crea condiciones históricas de justicia y espirituales de acercamiento a Dios, no choca con el deber que la Iglesia tiene de proporcionar valores y principios morales personales y sociales, para que el Reino se haga realidad y la vida social sea más digna. Dentro de las condiciones históricas, mencionamos los espacios que se refieren a la práctica de la justicia y al ejercicio honesto y ético de la política.
Hablamos de la política como oportunidad de servicio, como arte de bien administrar la comunidad y como ejercicio del poder en vista del ´bien común´. Si a la Iglesia no le corresponde ejercer el poder político, en sentido estricto, eso no significa que deba ausentarse totalmente como para no intervenir cuando se ofenda la dignidad humana o se aplasten los derechos fundamentales del hombre y de sí misma; cuando es testigo de la injusticia, de la corrupción, de la ilegalidad y del abuso de poder y cuando los políticos dejan de ser lo que deben, o sea, servidores públicos y constructores de una sociedad más justa, igualitaria, sana y segura.
Deber de la Iglesia es tutelar la correcta relación entre fe y política. De hecho, son realidades que el cristiano no debe confundir ni separar. Si se confunden, la política podría sacralizarse y la fe secularizarse. En ambos casos, la política y la fe se desnaturalizan y saldrían perdiendo. Si se le separa, tanto la fe como la política se empobrecen: primero, porque la política se vería privada de hombres transformados y, segundo, la fe perdería uno de los campos, el político, en los que realiza la liberación y la salvación del hombre. La fe, desde luego, no es una opción política, pero los que tenemos fe encontramos en ella el vigor y la energía necesaria para actuar con criterios no egoístas sino auténticos del bien común.
Por ser propia del ser humano, la dimensión política no puede ser rechazada por el cristiano. En cuanto coincidente con una determinada militancia partidista, sí podría ser rechazada, cambiada o cuestionada, según su conciencia de ser humano y cristiano, dotado de valores universales y principios propios de su credo religioso. Ya no es pensable ningún dualismo entre fe y política, entre política y moral. La enseñanza evangélica se encarna también en el orden de la política, con una precisa doctrina que, fundamentada sobre la primacía del amor, se articula en una ´moral política´ exigente por lo que se refiere al uso de los bienes, a la opción por los más débiles y desafortunados, a la no violencia, al desarrollo sustentable, al respeto ecológico y a una globalización más solidaria, equitativa, integral, ecológica y humana. A la globalización del egoísmo los cristianos oponemos la globalización de la solidaridad y de la comunión.
La fe y la Iglesia, por supuesto, deben motivar y orientar a los fieles laicos para que ´busquen el poder´ y lo sepan ejercer con responsabilidad y con espíritu de servicio. Ellos, por cierto, pueden ofrecer nuevas motivaciones, poderosas fuerzas ideales y un original horizonte de trascendencia, que consagran el significado profundo del compromiso político. Mientras permiten relativizar críticamente proyectos, instituciones, estructuras y opciones políticas, impelen hacia metas de convivencia social, congruentes con la dignidad de todos los hombres, en el convencimiento, fundado sobre la esperanza cristiana, de que la construcción de un mundo más justo y humano es posible y obligatoria. La fe no es una opción política, pero los que tienen fe encuentran en ella el vigor y la energía necesaria para actuar con criterios no egoístas, sino auténticos del bien común, solidaridad, justicia y paz social.
Finalmente, la Iglesia debe volverse una institución socialmente crítica. Sin atarse, desde luego, a ninguna forma de poder o partido político, la Iglesia puede ser justamente considerada como una institución de libertad crítica con respecto a la sociedad civil, política y partidista. “Fe y política- según R. Antoncich- se relacionan íntimamente; si la fe es vivida coherentemente, los efectos se revelan también en el orden político y en la cultura. La política es, así, uno de los posibles campos donde puede verificarse la coherencia de la fe”.
Padre Umberto Marsich*Integrante del Consejo de Analistas Católicos de México.
Fuente: Carlos Montiel/CACM
Boletín de la Comunidad de Abogados Católicos
Fe y política: Una alianza poderosa en vista del bien común
Autor: Catholic.net | Fuente: Catholic.net
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