Ese crucifijo que contemplas y ante el cual rezas con devoción es un recordatorio. Memorial de una muerte, que por muy bien pintada que esté no dejará de lado ni la cruz, patíbulo ensangrentado, ni los clavos que sostienen al amado traspasado.
Autor: Gerardo Buitrago, LC | Fuente: Catholic.net
¿Alguna vez nos hemos extasiado delante de un cuadro de Cristo crucificado? ¿Viendo el cuerpo estilizado, pero siempre dolorido, de un hombre que representa a Dios muerto por amor a ti? ¿Qué es lo que hace exclamar a santa Teresa “En la cruz está la vida / y el consuelo / y ella sola es el camino / para el cielo”?
“Es Dios que por nuestra salvación / no ha sufrido únicamente en una pintura. / Sí, ha habido un día en que Dios ha sufrido por nosotros” (Paul Claudel, Vía crucis, octava estación). Cuántas veces nos ocurre que delante del crucifijo nos fijamos quizá en el arte, y no nos damos cuenta que ahí se esconde la más apasionante historia de amor.
Cierto día un chico ve que su amada ha sido capturada por gente sin escrúpulos, y encerrada en el sótano más oscuro de un edificio abandonado. Decide ir en su busca, sabiendo que se dirige a la muerte. Cuando está a las puertas del lugar se da cuenta de que su amada está muriendo a causa de las enfermedades y malos tratos.
Aún así entra. Al cruzar el umbral de la prisión encuentra un mensaje que dice: “Sólo con tu vida salvarás a tu amada de la muerte”. No había acabado de leer cuando lanzando un grito dijo: “Hagan lo que quieran conmigo, pero déjenla salir con vida”. Al gemido lastimero, respondió el silencio que precede la muerte. Muerte dolorosa. Su cuerpo inerte dejó constancia del amor que su corazón albergaba. Firmó con su sangre un pacto de amor.
Parece el perfecto retrato para una excelente película de Hollywood. Si quieres saber la verdad, está inspirada en una historia de amor que es mucho más dolorosa. El protagonista somos nosotros, pero no en masa: tú y yo, cada uno de nosotros. Y no somos precisamente el héroe de la historia. Un hombre llamado Jesús ha derramado su sangre, para que tú, hoy, encuentres que hay alguien que no ha dejado de amarte, firmando así un pacto de amor.
Ese crucifijo que contemplas y ante el cual rezas con devoción es un recordatorio. Memorial de una muerte, que por muy bien pintada que esté no dejará de lado ni la cruz, patíbulo ensangrentado, ni los clavos que sostienen al amado traspasado.
“Hierve la sangre y corre apresurada, / baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo, / y la tierra con ella consagrada / competir osa con el mismo cielo; / parte líquida está, parte cuajada, / y toda causa horror y da consuelo; / horror, viendo que sale desta suerte, consuelo, porque Dios por mí la vierte” (Fray Diego de Hojeda, Yo pequé mi Señor y tú padeces...).
¿Pero acabará este amor en un gesto de entrega y nada más? ¿Qué tiene de diferente el amor del crucificado? “No existe una sola cruz entre los hombres / a la que su cuerpo no se adapte, / no existe pecado entre los hombres / que sus llagas no sanen” (Paul Claudel, Vía crucis, decimocuarta estación).
Su amor es eterno, porque no termina en la cruz. La cruz ha sido la llave que ha abierto las puertas del tabernáculo. Un camino que pasa por la cruz y el calvario, mas no es ese su destino. Rompiendo las ataduras de la muerte ha dejado en nuestra alma, no ya las lágrimas de la muerte, sino la alegría de su presencia y compañía. Cruzando el umbral de la muerte nos ha abierto el umbral de la esperanza.
El Santo Padre nos revela la alegría que es encontrar un amor como aquél que “nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel” (Audiencia del Santo Padre, miércoles 12 de febrero de 2012).
Éste es el secreto del crucificado. Todo su sufrimiento no terminará jamás en un cuerpo inerte. La cruz ensangrentada no será más que la fuerza que días después hará rodar la piedra del sepulcro. La vida agonizante hará resucitar la de tantos otros que sintiendo su amor hemos sido secuestrados y necesitamos que alguien pague por nosotros un precio que ninguno sino Dios puede pagar: Amor eterno, hecho resurrección, hecho palabra, hecho Eucaristía. Un amor inolvidable.
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