sábado, 26 de enero de 2013

El quinto viaje colombino y el primer viaje isabelino.



por  Carlos Daniel Lasa.
La Isabela
Corre el año 1503 de Nuestro Señor y la Isabela y La Castellana avistan, por primera vez, el Nuevo Mundo. La fatigosa travesía de la Santa María, la Niña y la Pinta sólo permanecía en el recuerdo del anciano almirante Cristóbal “Ancla” Colón.
Es preciso que el lector sepa que, ganado a fuerza de tediosos y sempiternos relatos épicos, el temerario genovés se había granjeado en buena ley este apodo. En la proa, en la popa, en la quilla y en el carajo del bergantín los marineros comentaban sotto voce: “¡Joder! ¡Este tío es más pesado que un ancla!” Sin embargo, quien poseía los secretos de los siete mares, quien sabía los enigmas de la bóveda celeste, quien dominaba las tormentas y veía incluso a través de la niebla, era él: el enviado real. Por esta simple razón la Isabela y La Castellana, dicho en buen criollo, habían llegado al toque.

Las costas de la actual Venezuela ganaban nitidez; la algarabía de los marineros sacudía levemente la Isabela. Sin embargo, el “Ancla” estaba sumido en una profunda decepción. Si el motor del primer viaje había sido el de descubrir, el móvil de esta quinta travesía era el de un reconocimiento… que no terminaba de llegar.

Por un extraño motivo todos conocemos el día de nuestra muerte, y Colón sabía que su partida no estaba muy lejana. En sus cavilaciones a estribor rondaban estas otras: “A Isabel también le queda poco hilo en el carretel”. Afortunadamente, la rima le devolvió la sonrisa. Pero su buen humor no duró mucho cuando advirtió que la vieja zorra pasaría a la historia y él no. Digámoslo claramente: Colón se sentía ninguneado.

Con sus brazos enlazados en la espalda, el marino imaginaba la coronación que deseaba. No le era ajeno que Pío III había pasado, en cuestión de días, a mejor vida. Incluso estaba al tanto que, para el trono papal, sonaba el nombre del Cardenal Giuliano della Rovere, padre de Felice y amante… de las artes, las ciencias y la guerra. Esto significaba que un “Papa guerrero” reconocería sus conquistas y vería con buenos ojos la ampliación del Reino de los cielos en la Tierra. Hasta imaginó que la propia Isabel, chupa-calcetines-papales como era, se allanaría de buen grado a reconocer su gesta que estaba marcando un hito sólo comparable al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Miró de soslayo su pecho y, trazando un recorrido del hombro derecho hasta su lateral izquierdo, vio relucir la heráld granate y oro que sólo portaban los insignes caballeros de la Orden Real y Militar de Ntra. Sra. del Rocío de Andalucía, Castilla y Aragón. También imaginó manjares en su honor, llegada de reyes del Oriente, desfile de exóticos animales y aborígenes del Nuevo Mundo, y hasta una Bula Papal nombrando a las nuevas tierras con su nombre: Columbus.

El choque del ancla con el agua clavó la Carabela y, al propio tiempo, interrumpió sus megalómanas elucubraciones. Pocas veces tuvo una intuición tan prístina: a la velocidad de un rayo, pergeñó su estratégica jugada: Debo jaquear a la Reina. No toleraría más los soberbios desplantes de esa monarca tan poco afecta a la tina (sabido era, en las latitudes ibéricas y en las Casas Reales del Imperio Christianorum, que la Doncella castellana había accedido al agua cuatro veces en su regia vida: en el bautizo, en la primera comunión, en el casamiento con Fernando y en la coronación).


Isabel I de Castilla
La agitación con la que irrumpió en la Sala Real de Audiencias el noble Maurice François Macrée fue proporcional al estupor de la Reina.

— Vuesa Majestad –articuló con dificultad el noble francés–. En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, Señor de la Historia y del Nuevo Mundo, me postro ante Vos y os entrego esta misiva del Real Almirante Don Cristóforo Columbus.

Isabel no pasó por alto el detestable castellano afrancesado del mensajero y su inaceptable impertinencia de atribuirle las nuevas tierras a Nuestro Señor Jesucristo. Sin mediar respuesta, Isabel rompió el lacre del pergamino. La horrorosa ortografía del marino, sumada a la tórrida atmósfera granadina, terminaron por desquiciarla. Con este humor de perros desplegó el rollo y leyó:

Cristianissimos y muy altos y muy exelentes y muy poderosos príncipes, Rey y Reyna de las Espannas y de las Islas de la mar:

En este presente anno de mil quinientos tres, este humilde marino debe comunicaros que a avido una rebuelta de los naturales los quienes ozaron reclamaros parte de los oros y las platas que os habéis llevado porque en buena ley os corresponde. Han tomado a punta de lansas y temibles volas de fuego la Real Carabela Isabela.

Dende estas Indias me ofresco a dar embaxada a Vuestras Altezas para acallar a estos paganos herejes y recuperar la mansillada embarcación. Si ovtengo por gracia de Dios la victoria, cruzaré la occéana y sólo reclamaré que Vuesas Altezas me recibáis en la explanada del Puerto de Palos con los honores que me correspondieren.

In Nomine Domini Nostri Jhesu Christi

S.S.S.

Cristóforo Columbus

— ¡Colón es un buitre! –espetó la Reina con el rostro demudado–.

Maurice, atemorizado, se replegó en sus pasos. Y antes que cruzara el umbral de la estancia palaciega recibió esta orden:

— ¡Nada de embaxadores! ¡Ya tendréis noticias mías!

Juana la Loca entendió que debía portar una palma para aventar a su madre. Cada vez eran más frecuentes en la Reina estos brotes esquizoides. Y hasta creyó ver en el semblante de la monarca la tenebrosa idea de envenenar al genovés con unas truchas asadas. Un escalofrío sacudió el cuerpo de la Infanta Juana: ¿acaso tendrían asidero los rumores de que su madre se había cargado, siguiendo el mismo método, a Pedro Girón, al Infante Alfonso y hasta el mismísimo Enrique IV?

Con destemplados gritos, Isabel exigió la presencia de su Consejero Real para Asuntos allende el Reino de Castilla y Aragón, Jacobo Libermann. El barbado consejero llegó a paso cansino, cosa que terminó de irritar a la Reina que con modo displicente le informó:

— Nos han tomado la Isabela. Colón dice que son los nativos pero yo creo que es el viejo zorro.

Libermann seguía sin entender. ¿Problemas en las Indias? Inglaterra rivalizaba con el poder castellano, la Corona francesa se consolidaba, los cincos reinos de la península itálica ponían en riesgo la paz europea, los moros habían sido expulsados y habían bloqueado la ruta de la seda… ¿e Isabel se preocupaba por una nave en las Indias?

— ¡¿Acaso sois estúpido?! –sentenció la Reina–. ¿No os dais cuenta que este delirante quiere socavar mi autoridad y birlar mi trono? ¿Sois lelo? ¡Retiraos! ¡Retiraos! Ya he decidido lo que haré.

 *

Cristóforo Columbus  
Después de Completas comenzó con su tercer largo, tedioso y monocorde discurso del día. Algunos de la tripulación, aprovechando la oscuridad, se entregaban plácidamente al sueño. El barco papal que Julio II le había alquilado a la Reina en 10.000 doblas castellanas de oro había dejado atrás las Islas Azores. Apostada en el timón, Isabel refería a sus súbditos los logros de su reinado: de cómo había recuperado los acueductos romanos de Toledo y Segovia transportando agua a los campesinos de León y de Castilla.

Doscientos trece discursos después, las nobles patas de catre de la Católica se posaban sobre la Península de Paria. Gracias a su aguda vista de marino, Colón pudo divisar a la Reina con cierta anticipación. Esto le permitió recuperarse de la sorpresa y “limpiar” el escenario en el cual, minutos antes, había estado departiendo amicalmente con los “revoltosos” indígenas.

Mientras parte de la tripulación real procedía al armado de un gran palco sobre la playa, otra disponía las regias sentaderas sobre la silla gestatoria, propiedad del mismísimo Papa Julio II. La silla ascendió al palco junto con los nobles castellanos de más aristocrática raigambre. Los aborígenes, naturalmente, se comenzaron a congregar.

Resultaría largo y tedioso para el lector tener que leer las transcripciones de cuatro horas de discurso. De resultas, la monserga isabelina desvarió por los siguientes puntos: los archiconsabidos acueductos toledanos y segovianos; los intentos desestabilizadores de los conspiradores intra y extramuros (lea el lector: judíos, moros, lombardos, florentinos, venecianos, navarros, galos, ingleses… y también caciques de las “Indias”); las “aves carroñeras” que traicionan la confianza de Su Majestad, la Reina Isabel I de Castilla y Reina Consorte de Sicilia y Aragón (tradúzcase: éste era el palo para Colón); las promesas a los aborígenes que incluían el derecho a ser súbditos de la Corona castellana; la irrenunciable soberanía y la inenbargabilidad de los navíos de la Corona…

Obviamente, los indígenas no entendieron una papaya del real discurso pronunciado en el honorable castellano de Ruiz Díaz de Vivar. Por su parte, los que sí lo entendían, se quedaron boquiabiertos cuando la Reina empezó a recitar, de memoria, un párrafo en latín de un ensayo juvenil de Juan Ginés de Sepúlveda y que luego se incluiría en el Democrates secundus, sive de iustis belli causis apud Indios.

Colón, mezclado entre la multitud, soportó estoicamente los palos. Era evidente que Isabel lo había primereado y ninguneado y que su reconocimiento ya pertenecía al terreno del puro deseo.

Antes de zarpar de retorno al Puerto de Palos, en la mismísima e intacta Isabela, la Reina por primera vez entendió que debía, para ganar definitivamente la batalla política, darse un baño de pueblo. Sabido es que nuestros naturales eran muy afectos al aseo, cosa que contrastó con el rancio vaho que despedían la capa, la cofia y la humanidad entera de la Soberana.

 *

La historia oficial nos ha enseñado que los viajes de Colón fueron cuatro y que ningún monarca español, durante la época colonial, pisó jamás tierras americanas. Ahora sabe el lector que hubo un quinto viaje colombino y un primer viaje isabelino.


26  ene 2013

Fuente: ¡Fuera los Metafísicos!


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