martes, 12 de julio de 2016

La complicidad de los encubridores.

por Alberto Medina Méndez
Mucho se ha dicho sobre la corrupción.
A estas alturas no quedan demasiadas dudas acerca de la enorme responsabilidad que le cabe a los que comenten esos delitos cuando se apropian indebidamente del dinero que la gente aporta permanentemente al Estado vía impuestos.
Esa vil canallada, que se replica a diario en casi todo el mundo, tiene culpables directos que deben asumir las consecuencias de sus decisiones, pero también existen alrededor de ellos, otros ruines personajes cuya participación resulta imprescindible para que aquellas andanzas sean tan cotidianas.
El bandido siempre está rodeado de personas que juegan un rol preponderante y que normalmente se prefiere pasar por alto, a veces por excesiva ingenuidad, otras tantas por subestimar la relevancia de esas actitudes adicionales y en otras ocasiones simplemente por compasión, evitando involucrar demasiado a quienes se considera sujetos secundarios de estas transgresiones tan patéticamente habituales.
En primer lugar habría que observar detenidamente el accionar de los colaboradores directos, esos que conocen con precisión los movimientos de ese funcionario que transita el camino indebido. Ellos saben perfectamente qué hace, con quienes habla y cuáles son sus rutinas específicas. No son necesariamente personas de gran jerarquía. A veces un ayudante de escalafón inferior se convierte en conocedor pleno de la realidad, cuando no en copartícipe, de cada una de las correrías de ese crápula.
Es trascendente también no desligar a los propios superiores de los corruptos que también tienen contundentes incumbencias respecto de lo sucedido. Es que se puede delegar tareas en subalternos, pero jamás se transfiere la responsabilidad final. Quienes deben supervisar no pueden jamás aducir desconocimiento absoluto. Por acción u omisión, ese error tiene un costo, y desentenderse como sin más, no parece ser aceptable. No existe excusa que justifique dejar pasar semejantes despropósitos.
Pero tampoco es saludable hacerse los despistados frente a tanto descaro y habrá que decir entonces que la sociedad en su conjunto también debe asumir con hidalguía su significativa cuota de responsabilidad frente a lo sucedido en cada circunstancia sombría que se termina descubriendo.
La ciudadanía en general, con su indisimulable apatía, su indiferencia evidente, su inocultable desinterés, construye paso a paso los pilares vitales que se terminan convirtiendo en los aliados estratégicos centrales de los que cometen fechorías adueñándose de las arcas del Estado. Nada de eso podría ocurrir, de ese modo tan burdo, si la sociedad tuviera menos tolerancia frente a estos inaceptables delitos.
El funcionario corrupto no toma la decisión explícita de delinquir graciosamente para enriquecerse, sino que lo hace porque tiene un contexto enormemente favorable y tiene entonces en cuenta que contará con la valiosa colaboración de algunos que expresamente contribuyen con la consumación del ilícito, con otros que se harán sistemáticamente los distraídos y obviamente también supone que la abúlica comunidad en la que reside hará su parte renovando su eterno silencio.
Se sabe que la corrupción no es un fenómeno coyuntural, sino que obedece a causas mucho más profundas que explican su complejo entramado estructural. Es por eso que su ocurrencia no depende solo de la voluntad del delincuente, sino de otras circunstancias que lo posibilitan y facilitan.
La red de corrupción que gira en torno al Estado y los gobiernos no será desmantelada gracias a la optimización en la selección de funcionarios más honestos e íntegros. Pretender que así sea no solo demuestra un infantil voluntarismo sino que se constituye en una demostración de ingenuidad intelectual e incomprensión de la evidencia empírica que se verifica a diario.
Si realmente se quiere destruir la matriz  de la corrupción se debe ir a fondo y hacer reformas con mayúsculas, para que robar no sea posible, para asegurarse que todo no dependa de la moral media del funcionario de turno, sino de la efectiva inviabilidad para concretar delitos contra los contribuyentes.
Hasta tanto se comprenda acabadamente la dinámica de la corrupción y se encare con inteligencia la batalla final que logre destruir su núcleo duro, se debe empezar a trabajar concomitantemente en otros aspectos, que no resolverán el problema pero ayudarán a mitigar su gravedad durante algún tiempo.
Nadie puede esperar que seres esencialmente corruptos cambien su concepción moral de la noche a la mañana. Evidentemente estos cínicos criminales creen que saquear al resto de los ciudadanos es algo correcto, por eso lo hacen, apelando al recurso de "salvarse para siempre" con esos dineros que intentarán acumular durante sus acotados mandatos.
Pero sí se puede apelar a una severa y genuina autocrítica de los ciudadanos que periféricamente colaboran, tácita o explícitamente, con ese temible delincuente de "guantes blancos"  que parapetado en un escritorio, vistiendo ropa elegante, se atribuye la potestad de quedarse con lo ajeno.
Ellos pueden revertir parcialmente la historia. Lo pueden hacer mañana mismo, denunciando a esos corruptos sin pudor, exponiéndolos descaradamente, quitándoles la protección que a diario le suministran, a veces sin querer y otras veces por temores infundados.
Combatir la corrupción requiere de coraje, de valor y de determinación. Los refinados forajidos que pululan en la administración estatal cuentan con que nadie tiene la valentía suficiente para confrontarlos. Tal vez sea este el momento de elegir entre seguir dándoles la razón y esconderse nuevamente, como tantas otras veces, o definitivamente dar vuelta la página abandonando para siempre la complicidad de los encubridores.


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