por Juan Manuel de Prada
A nadie que no sea completamente panoli se le escapa que los premios Nobel son un instrumento urdido para conformar mentalidades gregarias.
Mediante la veneración de tipos humanos mayormente detestables y canallescos, pero también inanes o lacayunos, las masas cretinizadas se avienen más fácilmente a comulgar las ruedas de molino del pensamiento dominante y se someten más satisfactoriamente a los designios mundialistas. Pero este propósito protervo se envuelve, naturalmente, en perifollos que lo adecenten, para hacer creer a las masas que los modelos perversos o idiotizantes que se ofrecen a su veneración son paladines de los más nobles ideales, o portadores de algún fuego sagrado.
A Bob Dylan, por ejemplo, nos lo presentan como un juglar o rapsoda de nuestro tiempo que recupera –frente a una poesía academicista y anémica-- la vibración popular de la auténtica poesía. Esta falsificación tiene su miga, porque el conciliábulo escandinavo tradicionalmente premiaba escritores de gabinete que no se distinguían por “dar la voz al pueblo”, sino más bien por suministrar entretenimiento a las élites burguesas. Pero han debido entender que este prototipo se ha quedado obsoleto, o que ya no basta con mantener entretenidas a unas élites burguesas que tal vez hayan dejado de existir, sino que conviene halagar a unas masas cretinizadas que se tiran el día entero zascandileando en interné. Y entonces presentan a Dylan como un nuevo juglar que transmuta los anhelos populares en el oro de la poesía. Tal caracterización resulta, en verdad, grotesca; pues lo cierto es que (sin entrar a valorar la excelsa o ínfima calidad de sus canciones) Dylan representa exactamente lo contrario. Frente al juglar que canta ante auditorios pequeños, conquistando uno a uno corazones distintos que, sin embargo, comparten anhelos comunes (puesto que forman parte de una auténtica comunidad), hasta hacerlos palpitar al unísono, Dylan es el artista prototípico de la sociedad de masas, que a través de la radio y otros medios de difusión se dirige a auditorios multitudinarios, un puré humano de gentes colectáneas sin tradición ni identidad, a las que se canta en idiomas extraños que no entienden, porque previamente han sido convertidas en masa amorfa y gregaria que se apunta a todas las modas (¡y encima se cree contestataria!). Pero a los pueblos sin tradición ni identidad se les puede hacer creer una cosa y la contraria; y se les puede presentar como un juglar o rapsoda a quien es exactamente su antípoda.
También se les puede presentar como un príncipe de la paz a un ridículo benigüigüi del mundialismo como Juan Manuel Santos, que en su discurso de recepción del Nobel parecía más que nunca una marioneta inflada de bótox, escupiendo tópicos a mansalva. Por supuesto, la paz que este benigüigüi bendice es una falsificación pérfida, rebozadita de emotivismos de la peor calaña, un irenismo hipócrita que disfraza de elevados sentimientos lo que no es sino desistimiento y rendición, acatamiento del crimen, entrega de una nación a los asesinos que la diezmaron. Una paz, en fin, sin justicia, una montaña de injusticias anestesiadas por la morfina del pacifismo que algún día estallara como un Etna preñado de resentimientos atávicos. Ya nos advertía Chesterton que, mucho peor que la guerra, es la falsa conciliación, la indefinición propia de los nabos, tan singularmente tolerantes. Y el benigüigüi Santos, que sólo se distingue de los nabos en los rellenos de bótox que han convertido su rostro en una máscara patética e irrisoria, es el príncipe de la fingida paz que el mundialismo necesita para someter a los pueblos y reducirlos a masa cretinizada, como Dylan es el juglar de pacotilla que ameniza nuestra humillación y nos hace sentir (risum teneatis) rebeldes y contestatarios.
(ABC, 12 de diciembre de 2016)
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