por Juan Manuel De Prada
No hay que consolidar la empresa, sino generar beneficios a corto plazo.
Con frecuencia, cuando tratamos de defender o impugnar un determinado régimen político, en lugar de referirnos a lo que ese régimen político realmente es en la situación presente, nos elevamos -por obcecación ideológica, por seguidismo ambiental, por pura candidez- a un terreno ideal de principios tan rimbombantes como vacuos. Algo semejante nos ocurre cuando tratamos de enjuiciar el capitalismo, que sus defensores presentan idílicamente como un sistema económico en el que agentes libres concurren en un mercado libre. Si el capitalismo fuese tal cosa, sus detractores seríamos fácilmente caricaturizables como partidarios de la esclavitud, detractores de la propiedad privada y defensores de la confiscación de los medios de producción. Tal caricaturización, que gusta mucho a quienes defienden un capitalismo de fantasía o ciencia-ficción, resulta menos sencilla cuando probamos a hacer una descripción del capitalismo fundada en realidades cotidianas, y no en bellas entelequias.
Esto es, precisamente, lo que hace, con resultados óptimos, Esteban Hernández en su lucidísimo ensayo, Los límites del deseo (Clave Intelectual, 2016). Esteban Hernández nos muestra el funcionamiento del capital nómada, la proliferación de productos financieros altamente especulativos, la emergencia de un nuevo capitalismo global que exige reglas diferentes que borren las fronteras, que eliminen todas las trabas, que anulen la mediación entre el cliente y la empresa; y que, por supuesto, santifiquen un nuevo modo de contratación en el que intervengan estrictamente las dos partes implicadas, sin mediación sindical ni institucional alguna. por un lado, corporaciones transnacionales que operan en las condiciones más beneficiosas imaginables, a veces tributando en paraísos fiscales; por el otro, el postulante del puesto de trabajo, a menudo empujado por el estado de necesidad y dispuesto a trabajar en las condiciones más infrahumanas.
Esteban Hernández analiza, por ejemplo, la proliferación de un nuevo tipo de empresas, encarnación predilecta de este nuevo capitalismo, que actúan a modo de «contenedores», arrasando los tejidos empresariales autóctonos. Empresas que no tienen que abonar salarios ni seguros sociales, que apenas deben pagar gastos de mantenimiento (puesto que los bienes con los que comercian no son suyos) ni impuestos (que corren a cargo de quien presta el servicio). Empresas que -a cambio de un porcentaje- se limitan a poner en contacto (a través de interné o de una aplicación de teléfono móvil) a autónomos en situación de necesidad que ofertan un servicio de precio reducido (transporte o alojamiento, por ejemplo) con sus clientes potenciales. Mientras el taxista o el dueño de un hostal tienen que pagar impuestos por el desempeño de su actividad, la empresa que funciona al modo de un «contenedor» puede salvar todo tipo de controles institucionales, que en todo caso recaerán sobre el autónomo que trampea oficiando a salto de mata de chófer u hospedero, sin ningún tipo de garantía laboral.
También analiza Hernández la nueva estratificación laboral favorecida por el capitalismo hodierno, donde se tiende a crear una ingente clase de parias (a los que, sin embargo, se les exigen idiomas y conocimientos informáticos), a la vez que los trabajadores más cualificados y expertos son despedidos y se forman unas élites directivas, cada vez más distanciadas (blindadas, en realidad) del resto de la plantilla. Y todo ello en un entorno empresarial en el que los órganos de administración imponen criterios sobre los profesionales que conocen su oficio. Ya no se trata de fabricar productos consistentes, sino de producir de forma barata y rápida; ya no se trata de alcanzar y mantener un prestigio, sino de ofrecer valor inmediato al accionista o al fondo de inversión. No hay que consolidar la empresa, sino generar beneficios a corto plazo.
Y este capitalismo desembridado que degrada el trabajo, arrasa el tejido empresarial autóctono y adultera ámbitos de la vida social que hasta ahora habían permanecido indemnes a su contaminación (el mundo de la cultura y la universidad, por ejemplo), puede desenvolverse cada vez más fácilmente en un marco normativo que autoriza los más diversos enjuagues y componendas, que permite la evasión de impuestos mientras estrangula cada vez más al trabajador y al pequeño empresario. Hernández nos lo explica, con una clarividencia que es capaz de penetrar en las mayores complejidades, en Los límites del deseo, un libro altamente recomendable para quienes deseen conocer mejor la realidad del capitalismo, no los capitalismos de fantasía que nos venden los obcecados ideológicos y los apóstoles de la ciencia-ficción.
XLsemanal.com (16/1/17)
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