Por Agustín Laje
La secularización como nota distintiva de la modernidad ha sido un proyecto demasiado ambicioso.
Apenas si pudo desplazar, en el terreno político, la religiosidad teologal como fuente de legitimidad. Pero tal desplazamiento no supuso la extinción de la lógica religiosa en el espacio de la política, sino su redefinición en nuevas formas de “religión civil” en el mejor de los casos, y de “religión política” en el peor de ellos.
De la sacralización de lo religioso en su forma teologal, pasamos simplemente a una sacralización de lo político. Vox populi vox dei (la voz del pueblo es la voz de Dios) es el mandato cívico-religioso de nuestro pretendido mundo secular, bastante alejado en muchos de sus aspectos al “desencantamiento del mundo” que Max Weber anunciaba en La ciencia como vocación.
La razón parece asistir, más bien, a Daniel Bell que, más adelante, escribiría su ensayo “El retorno de lo sagrado”, donde precisamente anotaba sobre la imposibilidad de borrar las dimensiones trascendentes de la vida del hombre. El propio Antonio Gramsci, incluso desde su óptica marxista donde la religión es “el opio de los pueblos”, no tuvo más remedio que aceptar en Il grito del popolo que “La religión es una necesidad. No es un error. Representa la forma primordial e instintiva de las necesidades metafísicas del hombre”.
El vacío de la religiosidad teologal fue llenado rápidamente entonces por religiones políticas. Seamos claros: estamos hablando de la religión como lógica que, al decir de Aleardo Laría, “remite a la existencia de un dogma, de una serie de rituales, un conjunto de sacerdotes oficiantes del rito y propagadores de la fe y, finalmente, una congregación de creyentes”. Esa lógica, lejos de extinguirse en el mundo moderno, fue trasladada al campo de las ideologías políticas en forma de religión secular.
La más llamativa de todas por su supervivencia, definición y redefinición en el tiempo, es la de la izquierda, a partir sobre todo del marxismo y la pretensión “científica” de un socialismo que Hans Kelsen no dudó en tildar de religioso.
La doctrina marxista fue un profetismo que pretendió haber revelado las “leyes necesarias de la historia”. Como profetismo, necesariamente condenó el presente, construyó un deber ser ideal, anticipó la venida de un nuevo mundo, la venida de un “hombre nuevo”, consagró un grupo de elegidos y los imbuyó de la sagrada misión de redimir a la humanidad como tal.
El maniqueísmo, elemento estructural de toda religión, estuvo en la médula de la “lucha de clases” que atravesaba a la historia. Así, el proletariado se convertía en la clase privilegiada, una suerte de mesías colectivo, que tenía en su seno la responsabilidad de liberar a la sociedad como tal, venciendo a la burguesía y anulándose luego a sí misma como clase, casi como un Cristo que al morir limpia a la humanidad de sus pecados. El mundo resultante, la “tierra prometida”, era la sociedad sin clases: un paraíso, pero aquí, en nuestro mundo.
Los izquierdistas pasan de tal suerte a ser los anunciadores de la “buena nueva”. Están convencidos de ser los elegidos: “la fatal arrogancia” que les adjudicaba Hayek no fue una exageración lingüística. Sus partidos se convierten en iglesias seculares donde todos los creyentes del dogma aúnan fuerzas para acelerar la profecía. La práctica política es el camino: reformista o revolucionaria, dependiendo tiempo y lugar, pero siempre “progresista”. ¿Progreso en camino a qué? Pues al “mundo mejor” que las escrituras de sus profetas idearon.
Porque por más horizontalismo que alegue, el izquierdismo es una religión política elitista. Sus intelectuales son sus sacerdotes: su función es ir acomodando el dogma a los distintos momentos históricos y, a la postre, señalar a los creyentes el camino a seguir. Son ingenieros sociales e ingenieros de almas, al mismo tiempo. Cuando alguno de ellos destaca significativamente por la novedad de su alquimia ideológica, sus escrituras son interpretadas, reinterpretadas y vueltas a reinterpretar: por eso la palabra sagrada de Marx jamás pierde vigencia, a pesar de haber sido escrita hace más de siglo y medio o de haber fracasado una y otra vez en la experiencia concreta.
En el mejor momento político de su historia, esto es, en los mejores tiempos de la Unión Soviética, los rasgos religiosos del izquierdismo se dejaron ver con toda claridad. El filósofo Raymond Aron se sorprendía precisamente en aquellos tiempos, en su obra El opio de los intelectuales, porque los izquierdistas interpretan “las declaraciones de los congresos o del secretario general en el estilo de los teólogos (…) El Estado proclama la verdad doctrinaria y la impone a la sociedad, formula la versión del dogma en cada instante ortodoxo, está por encima de las leyes”. En Camino de servidumbre, Hayek cuenta que en la URSS incluso las ciencias están bajo la soberanía del dogma: la Revista de Ciencias Naturales Marxistas-Leninistas contenía los siguientes slogans: “Defendamos al Partido en la matemática. Defendamos la pureza de la teoría marxista-leninista en la cirugía”.
Pero la profecía finalmente pareció no cumplirse: la historia tomó un rumbo opuesto al asegurado por la izquierda clásica, el obrero en la sociedad capitalista mejoró su posición y la URSS cayó. No obstante, ¿qué son 100 millones de muertos por el comunismo en comparación con la “tierra prometida” llamada “sociedad sin clases”? La religión se renueva. Pierde mucho de profetismo: el igualitarismo propio de la sociedad sin clases se mantiene como utopía, aunque ya no predomine una concepción de “etapas necesarias” detalladas con presunto rigor científico.
El maniqueísmo, sin embargo, sí se mantiene y sigue dándole vitalidad a esta Nueva Izquierda. Los elegidos para traer el paraíso a la Tierra no son más —al menos no exclusivamente— los obreros en su disputa con la burguesía, sino nuevos sujetos políticos heterogéneos como “la mujer oprimida contra el hombre opresor”, “el indígena colonizado por el blanco europeo”, “el homosexual subyugado por el ‘heterocapitalismo’ o ‘heterosexualidad obligatoria’ (Wittig)”, “la madre tierra explotada por el capitalismo”, “el delincuente oprimido por la sociedad que no le dio posibilidades”, etcétera. Todas causas llamadas “progresistas”, precisamente porque el progreso fue definido por el dogma como la tendencia hacia el igualitarismo original.
Vieja y Nueva Izquierda comparten, empero, el mismo tipo psicológico de creyente: el resentido. La frustración es una realidad psicológica de la cual nadie está a salvo: hasta el más exitoso deportista, por ejemplo, tiene sus frustraciones (verbigracia: Messi jamás pudo ganar hasta el momento un Mundial de Fútbol para su país). Pero de la frustración no viene necesariamente el resentimiento: puede venir la autosuperación en la medida en que la persona identifique en su fracaso aquella cuota de responsabilidad individual y se proponga remediarla.
El resentimiento, en cambio, proviene de la frustración cuando no se tiene la voluntad de hacer un análisis equilibrado del propio fracaso y, para proteger lo que queda de autoestima, se eliminan las responsabilidades individuales y se buscan agentes externos para responsabilizar.
Podemos ilustrar el caso con la propia vida de Marx. Sus problemas con el dinero marcaron toda su vida, no por provenir de una familia de bajos recursos (a sus padres no les fue nada mal), sino por no saber o no querer producirlo o administrarlo. El historiador Paul Johnson cuenta en su obra Intelectuales que Marx vivió prácticamente toda su vida con dinero prestado: “Pedía dinero prestado incautamente, lo gastaba, y luego se asombraba invariablemente cuando tenía que pagar las cuentas fuertemente descontadas, más el interés”. Sin embargo, consiguió grandes sumas por herencias al morir primero su padre, luego su madre. Tras gastarse todo, empezó a vivir de su amigo Engels, a quien en marzo de 1851 le escribía anunciándole el nacimiento de una hija y se quejaba: “Literalmente no tengo un penique en la casa”. El 6 de enero de 1863 la amistad casi se termina cuando, al morir la amante de Engels, Mary Burns, Marx sólo atinó a escribirle una carta no para ofrecer condolencias, sino para pedir dinero. En 1869 Engels vendió su negocio y le dio una pensión de por vida a Marx.
No obstante, los problemas económicos siempre estuvieron presentes. Marx vendió las joyas de su mujer; llegó a vender incluso las camas para pagar al lechero y al carnicero; en el invierno de 1848 murió su bebé Guido en el estado de pobreza que su padre le ofrecía. Mientras tanto, el 24 de mayo de 1850 el embajador británico en Berlín recibía un informe de inteligencia que había seguido los pasos de Marx: “Lleva la vida de un intelectual bohemio. Lavarse, acicalarse y cambiarse la ropa blanca son cosas que hace raramente, y a menudo está borracho. (…) pasa días enteros sin hacer nada (…) no tiene hora fija para acostarse o levantarse. A menudo se queda despierto toda la noche y al mediodía se echa enteramente vestido en el sofá, y duerme hasta la noche”.
Johnson cuenta que la madre de Marx deseaba en sus epístolas que “Karl acumulara capital en vez de sólo escribir sobre él”. ¿Cómo no iba a ser entonces el padre de la religión izquierdista, él mismo, un resentido? Una de las primeras cartas que se conservan de su esposa, Jenny, dice: “Por favor, no escribas con tanto resentimiento”.
El dogma izquierdista, ayer y hoy, ha funcionado para calmar entonces a los resentidos. La operación es muy simple: frente a un hecho de frustración, la izquierda llega para apuntalar el resentimiento, asegurándole al posible nuevo creyente que su complicada situación es culpa de alguna entelequia creada ad hoc: “la burguesía”, “el imperialismo”, “los colonizadores”, “el patriarcado”, “la heterosexualidad obligatoria”, “el capitalismo”, “la industrialización”, etcétera.
Así la frustración se convierte en resentimiento, y éste, al ideologizarse, cataliza la movilización política en favor de las ideas de izquierda.
Ludwig von Mises decía que “está uno resentido cuando no le importa soportar daño personal con tal que los demás sufran también”. No es, en este sentido, una casualidad que los izquierdistas hayan armado ayer organizaciones guerrilleras y terroristas, y hoy se dediquen a cortar rutas, realizar escraches, destruir Iglesias y diezmar la propiedad pública y privada.
La izquierda, después de todo, es la religión de los resentidos.
Prensa Republicana (4/2/17)
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