por Juan Manuel de Prada
Nuestra corrupción es sistémica; pero no porque haya pocos o muchos corruptos, sino porque surge en un hábitat que la propicia.
A menudo, cuando se discute de corrupción política, se desemboca en una disputa inane sobre las «dimensiones» de tal corrupción. Siempre hay alguien que sostiene que, por muchos corruptos que aparezcan en tal o cual partido, existen muchísimas más personas honradas que trabajan abnegadamente en beneficio de «la ciudadanía» (cada vez que se utiliza esta expresión hay que echarse a temblar). Y siempre hay alguien que, a la vista del creciente número de corruptos, afirma que la corrupción es «sistémica». Pero lo cierto es que la corrupción política no es ni deja de ser sistémica porque haya más o menos políticos corruptos, sino porque existe un marco jurídico y político concebido para favorecerla.
Si analizamos, por ejemplo, las últimas y tremebundas revelaciones sobre Rodrigo Rato descubriremos que no hizo otra cosa sino servirse de una estructura corrupta que le permitía privatizar empresas públicas y colocar al frente de ellas a amiguetes. Luego, una vez privatizadas esas empresas y colocados los amiguetes al frente, Rato engordó un patrimonio oculto, haciendo que tales empresas contrataran con chiringuitos opacos que había montado para tal fin. Pero que Rato montara esos chiringuitos no prueba que nuestra corrupción sea sistémica. Lo prueba que un gobierno cualquiera pueda enajenar alegremente empresas públicas o hacer concesiones sobre bienes de dominio público.
Lo prueba que Telefónica, Repsol, Tabacalera, Argentaria o Endesa pudieran ser privatizadas alegremente y entregadas a amiguetes porque las leyes nacionales e internacionales así lo establecían. Lo prueba que el Estado, en lugar de erigirse en supremo árbitro de las ambiciones humanas, se resigne a ser su esclavo más solícito. Lo prueba que la riqueza nacional sea traspasada a manos privadas que luego ponen precios abusivos a productos de primera necesidad. Lo prueba que este pillaje se pueda perpetrar sin que la gente chiste, y con el aplauso de los medios de adoctrinamiento de masas, convertidos durante décadas en grotescos liróforos de la privatización de empresas públicas.
En el escándalo del Canal de Isabel II nos encontramos con otra forma de corrupción sistémica. Ya ni siquiera se trata de enajenar una empresa pública que luego abastezca chiringuitos opacos creados para cobrar favores, sino de otra forma de privatización al más puro estilo Juan Palomo. Una privatización sin traspaso de titularidad que convierte a los políticos que la controlan en sátrapas que actúan a su antojo con los bienes de dominio público: urdiendo adquisiciones ruinosas y cobros de comisiones fraudulentas, desviando fondos para campañas de autobombo y lavado de imagen, repartiendo las más variadas mamandurrias entre sus acólitos y allegados, etcétera.
Lo que prueba que la corrupción en España es sistémica no es que surja un político que quiera utilizar una empresa pública para enriquecerse y enriquecer a sus amiguetes, sino que haya leyes que permiten que las empresas públicas, en lugar de concebirse como instrumentos para la consecución del bien común, sean fincas al servicio de la partitocracia, que puede ordeñarlas para satisfacción de sus intereses.
Nuestra corrupción es sistémica; pero no porque haya pocos o muchos corruptos, sino porque surge en un hábitat que la propicia, ampara y gratifica. Allá donde no existe auténtica representación política y los partidos se convierten en máquinas voraces de acaparación de los recursos, autorizadas para apropiarse de la riqueza nacional o enajenarla a los amiguetes, la corrupción es inevitablemente sistémica.
ABC – 22/04/17
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