Por Juan Manuel de Prada
Señalábamos en un artículo reciente que nuestra época ha alcanzado ese grado máximo de perversidad que le permite ser a un tiempo muy sincera y muy hipócrita, permitiendo a la vez las mayores pamplinas emotivistas y las mayores barbaries.
Señalábamos en un artículo reciente que nuestra época ha alcanzado ese grado máximo de perversidad que le permite ser a un tiempo muy sincera y muy hipócrita, permitiendo a la vez las mayores pamplinas emotivistas y las mayores barbaries.
Antaño al hipócrita se le distinguía de inmediato, porque sus palabras y sus obras se desmentían mutuamente; pero nuestra época ha urdido subterfugios que disimulan esta contradicción, mediante la expansión universal de un sentimentalismo que nos impide enjuiciar nuestras palabras y nuestras obras, salvo que sean palabras y obras de alguien a quien nos conviene señalar y estigmatizar, para tranquilizar nuestra conciencia.
Hace algunos meses comprobábamos, por ejemplo, cómo media Humanidad plañía y se rasgaba las vestiduras cuando Trump anunció que Estados Unidos se retiraba de un acuerdo internacional contra el cambio climático. Y hace un par de semanas comprobábamos cómo media Humanidad –seguramente la misma media– se lanzaba a una orgía consumista obscena en el llamado ‘Black Friday’. Y esa media Humanidad hizo ambas cosas sin remordimiento de conciencia; sin detenerse siquiera a pensar que Trump, al anteponer la expansión industrial sobre las calamidades ecológicas, no estaba haciendo otra cosa que condescendiendo a nuestra ansiedad consumista. Porque este es el rasgo principal del hombre de nuestra época: la ansiedad de quien ha renunciado al espíritu y se ha convertido en un amasijo de pulsiones que sólo logra aplacar consumiendo desaforadamente, lo mismo las baratijas superfluas que compra en el Black Friday que las sensiblerías emotivistas que le permiten creerse solidario.
Hace algunos meses comprobábamos, por ejemplo, cómo media Humanidad plañía y se rasgaba las vestiduras cuando Trump anunció que Estados Unidos se retiraba de un acuerdo internacional contra el cambio climático. Y hace un par de semanas comprobábamos cómo media Humanidad –seguramente la misma media– se lanzaba a una orgía consumista obscena en el llamado ‘Black Friday’. Y esa media Humanidad hizo ambas cosas sin remordimiento de conciencia; sin detenerse siquiera a pensar que Trump, al anteponer la expansión industrial sobre las calamidades ecológicas, no estaba haciendo otra cosa que condescendiendo a nuestra ansiedad consumista. Porque este es el rasgo principal del hombre de nuestra época: la ansiedad de quien ha renunciado al espíritu y se ha convertido en un amasijo de pulsiones que sólo logra aplacar consumiendo desaforadamente, lo mismo las baratijas superfluas que compra en el Black Friday que las sensiblerías emotivistas que le permiten creerse solidario.
En un libro tan brillante como todos los suyos, Capitalismo y nihilismo, Santiago Alba Rico se refería a tres categorías de cosas que los seres humanos siempre habíamos distinguido: cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Las «cosas de comer» estaban asociadas a nuestra supervivencia biológica más inmediata; aunque, desde luego, dependiendo del grado de civilización, esas cosas de comer se acaparan egoístamente o comparten con el prójimo. Las «cosas de usar», por su parte, las poseemos no para consumirlas, sino para incorporarlas indefinidamente en nuestra vida: son los utensilios de nuestro trabajo, la ropa con la que cubrimos nuestra desnudez, los libros con los que cubrimos nuestra ignorancia, los muebles en los que guardamos nuestros utensilios, nuestra ropa o nuestros libros; y estas cosas de usar, aunque se desgastan y envejecen, aunque puedan llegar a estropearse, las cuidábamos con esmero, porque en ellas estaba la huella y el poso de nuestra vida. Por último, las «cosas de mirar» (las mirabilia, que decían los antiguos) eran maravillas que renunciábamos a consumir o poseer, para que de ellas disfrutase nuestra alma; podían haber sido pergeñadas por el hombre (como el Partenón) o modeladas por Dios (como las estrellas del cielo); y, cuando las contemplábamos, éramos a la vez conscientes de nuestra grandeza e insignificancia.
Todas las formas de civilización que nos antecedieron supieron distinguir entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Menos la nuestra, que convierte todas las cosas en mercancías de consumo: que come bulímicamente hasta esquilmar los mares y devastar los campos; que organiza orgías consumistas obscenas como el Black Friday, para degradar también las cosas fungibles en cosas de usar y tirar; que convierte el mundo entero en un incesante aquelarre turístico, para que podamos también consumir las maravillas divinas y humanas. Pero una forma de civilización entregada al consumo indiscriminado no merece tal nombre; es, en realidad, un regreso a la animalidad. Y no precisamente a la animalidad de la golondrina o de la abeja, sino a la animalidad de la urraca y la carcoma. Animales que arramplan y devoran cuanto pillan: lo mismo una manzana que una lavadora, lo mismo un teléfono móvil que un promontorio nevado (con nieve artificial, por supuesto).
Nos engañaban –con sincera hipocresía– quienes afirmaban que el capitalismo era una doctrina económica. El capitalismo se ha revelado una antropología devastadora que tritura las cosas, a la vez que nos tritura el alma; una inmensa máquina trituradora que aplasta nuestras inquietudes espirituales y las convierte en ansias nunca saciadas de consumo. Y así, con el alma triturada y las ansias de consumir (cachivaches o emociones) siempre hambrientas, podemos ser sinceros e hipócritas a un tiempo, tapándonos los ojos ante el negro futuro que nos aguarda.
XL SEMANAL, 10 de diciembre de 2017
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